A lo largo de seis años de trayectoria artística, muchas personas han pensado que soy colombiano, cuando la realidad es que nací, crecí y comí tacos en México. Para ser más específico, me crié comiendo carnita asada en la capital de Nuevo León: así es, ¡en Monterrey, primo! Se preguntarán: ¿por qué conoce entonces la cultura colombiana? ¿Por qué toca un acordeón? ¿Y por qué específicamente toca vallenato?
Mi padre es amante de la música norteña y colombiana, pero desde que tengo memoria, siempre le ha gustado tocar el acordeón. Es curioso, porque el acordeón que tenía era un Hohner Corona III rojo de segunda mano, un modelo específico para tocar vallenato. Un tío se lo vendió; le consiguió el acordeón gracias a que tenía contacto con diversas agrupaciones de música colombiana, tanto locales como extranjeras. Todas las tardes se ponía a tocar corridos y polkas dentro de la tienda de abarrotes que teníamos en casa. Practicaba una y otra vez "El circo", con un sonido estridente y peculiar, nada usual para la música norteña, pero aun así no le importaba.
En diversas ocasiones intentó inculcarme el gusto por el acordeón, pero en todas fracasó. A mis ocho años de edad tenía muy poca paciencia: era hiperactivo, me gustaba leer, salir a jugar y hacer experimentos con lo que tuviera a la mano, ganándome múltiples regaños. Para mi padre, enseñarme a tocar el acordeón fue todo un reto; lo más que llegó a hacer fue enseñarme la intro de un corrido fúnebre sobre la muerte de un señor que ahora mismo no recuerdo cómo se llamaba.
—¡A jijo! ¿Y esa canción tan triste? —preguntó mi prima Cristina.
—Me la enseñó mi papá, ¡ya me está saliendo! —le respondí mientras me concentraba en presionar correctamente los botones del acordeón.
Nunca se imaginaría que siete años después volvería con más fuerza. Esa fue la única canción que más o menos me sabía; yo solo agarraba el acordeón para intentar sacar "Saria's Song" o alguna otra melodía de The Legend of Zelda.
Tocar corridos no me interesaba en lo absoluto, pero fue hasta la secundaria cuando escuché Barrio Bravo, un álbum de Celso Piña (pionero de la música colombiana en Monterrey), que comenzó a interesarme la cumbia. Mi mamá había pasado por un proceso de cáncer, y como estaba muy débil en ese tiempo, para ayudarle a lavar la ropa ponía música de fondo, y ese disco me motivó a aprender a tocar acordeón. Solo había un problema: no tenía acordeón. Mi papá lo había vendido años atrás a un primo, a un precio bastante bajo, para ser sincero. Siempre que se acuerda, se siente arrepentido. Así que tomé mi tablet y busqué alguna aplicación que me permitiera tocar acordeón. En ese momento, sin ayuda de tutoriales, solo usando mi oído, aprendí a tocarlo a prueba y error, buscando en cada botón el que hiciera "match" con la cumbia que estaba escuchando.
Entonces, puedo decir que mi inicio fue la cumbia, y el vallenato no llegaría a mis oídos hasta toparme con el álbum Clásicos de la Provincia de Carlos Vives. Ese disco cambió mi vida: la fusión rockera con el vallenato explotó mi adolescente cerebro. Quería saber más, quería tocar son, paseo, merengue y puya; quería conocer sobre los juglares y las historias de la provincia. La cumbia junto con Celso Piña había pasado a la historia para mí; ya no había comparación.Un día, mi papá nos preguntó a mi hermano y a mí:
—¿Qué acordeón quieren? ¿Uno norteño o uno vallenato?
Por supuesto que yo pedí el vallenato, pero perdí 2 a 1 contra mi padre y mi hermano, por lo que tuve que aprender a la fuerza en un acordeón de música norteña, todo lo contrario a lo que le había ocurrido a mi papá siete años antes. Los botones estaban duros y los bajos eran difíciles de manejar. Llegué a llorar de la impotencia, pero mi papá no compraría otro acordeón; desconfiaba de mi insistencia.
—¡¿Para qué quieres otro acordeón?! ¿Para que lo tengas allá arrumbado sin utilizarlo? Mejor enséñate a tocar con ese que tienes, y después vemos.
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